lunes, 26 de enero de 2009

11 - A la luz de la vida espera la muerte.


Repentinamente recordó haber escuchado hace muchos años y por primera vez las voces de sus padres. No había vuelto a escuchar a su padre desde que este se fue tras un portazo para no volver, tal vez cuando tenía cinco o seis años. A su madre, después de algunos años después, cuando él mismo ya había dejado de ser un niño y se marchó de su lado.

Estaba muy oscuro. Su madre lloraba. Había llegado desde una ciudad lejana tras los pasos de su primer y único amor, profundamente ilusionada… y lamentablemente utilizada por él. 

Su unión fue motivo de desencanto de muchas, para que una antigua enamorada de aquel señor llegara a enfermar y morir producto de la locura desatada por un amor imposible; y para que mucha gente llegara a culparla y odiarla por aquello y por ser quien finalmente estuviera a su lado. Algo había de extraño y poderoso que hacía de su padre un hombre deseado entre las jóvenes del lugar, algo que la inocencia de Márgara no lograba siquiera percibir.

Ella era una mujer hermosa, de cabello muy largo, tez clara y finas facciones. Destacaba su figura entre las mujeres del pueblo, mayoritariamente morenas y de rasgos indígenas. No era una ventaja, sino más bien todo lo contrario. Su escasa personalidad campesina la transformó en un objeto prácticamente en desuso, odiado y solitario.

Conoció a Martín mientras trabajaba como empleada para una familia de diplomáticos, quienes la llevaron consigo cuando fueron trasladados desde Puerto Viejo hacia Puerto Maderos, una distante ciudad del norte. Fue durante uno de sus primeros descansos dominicales, cuando caminando llegó hasta una cancha donde improvisaban un partido de fútbol entusiastas jóvenes de otros barrios. Allí se encontraba Martín, un hombre que a primera vista parecía encantador y muy caballero. De tez morena, contextura atlética y ojos de una profunda mirada, este joven estudiante de mecánica fue cautivado por la llegada de aquel nuevo rostro. Como era su costumbre y su fama, no pasó mucho tiempo para que intentara conquistarla. Márgara, siendo aún una muchacha muy joven e inexperta se dejó llevar por aquellos nuevos sentimientos y extrañas sensaciones. Nunca hubiese imaginado que su vida daría un vuelco tan grande, el que ni siquiera ella misma alcanzo a dimensionar aún después de muchos años pues hasta sus últimos días vivió con la esperanza de que aquel hombre, su primer amor, volviera a su puerta declarándose eternamente enamorado. Aquello no sucedió jamás. Todos lo supieron desde el comienzo, menos ella.

Márgara murió cuando aún no cumplía los cincuenta años producto de un desgaste mental que le hizo perder la memoria, la conciencia y la cordura, pero no la ilusión que le mantenía viva, la esperanza de que Martín volviera a su vida con el cielo y las estrellas en sus manos para ella. Olvidó su entorno, a sus hijos, hasta su nombre, pero no a Martín.

Siendo una muchacha aún muy joven sufrió constantemente los abusos de su esposo y la hostilidad de un pueblo desconocido y lejano. No podía escapar, no podría volver a su hogar, menos con un hijo en su vientre, su propia madre no lo aceptaría jamás. Angela había sido clara cuando Márgara abandonó su hogar tras su enamorado, como si hubiese sabido anticipadamente el destino que tendría no solo ella, sino también el hijo que secretamente esperaba por nacer.

Márgara lloraba en silencio cada noche. No se daba cuenta si por arrepentimiento, si por miedo o por una mezcla de estos sentimientos junto a muchos otros. No lo podía hacer frente a su esposo, pues despertaba la ira que constantemente este descargaba en ella. Si esto sucedía, a aquellos sentimientos de culpa y miedo se sumaba el dolor físico y sicológico. La familia de Martín solo se limitaba a callar y soportar los arrebatos del joven. Todos, excepto una hermana menor, evitaban intercambiar palabras con Márgara para evitar cualquier tipo de conflictos, los que a la larga ocasionaban que ella siempre terminara pagando las consecuencias con, al menos, una bofetada.  

Márgara creía fuertemente en el poder de la familia. Había vivido toda su niñez y adolescencia en el campo. Tenía diez hermanos, algunos menores y otros mayores que ella, los que junto a sus esforzados padres se dedicaban a la agricultura, al pastoreo y la apicultura. Había que hacer lo necesario para dar las comodidades necesarias a una familia tan numerosa. No había terminado la secundaria cuando tuvo que abandonar el colegio para ayudar económicamente a sus padres cuando estos decidieron mudarse a Puerto Viejo, y de este modo privilegiar la educación de sus hermanos menores. 

Por su parte Martín era también parte de una numerosa familia campesina. De padres muy estrictos Martín vio y vivió los extraños castigos y la particular forma de sus padres de inculcarle altos valores. Teodoro, su padre, sabia que la agricultura no era precisamente un buen legado para sus hijos y junto a su esposa (nadie nunca supo si realmente fueron casados) se encargaron de trabajar muy duro para que sus hijos tuvieran educación. Su ideal sin embargo era que sus hijos conservaran las tradiciones como uno de los mayores legados a cuidar.

Siendo aún joven, Martín llegó a la ciudad desde un lejano pueblo ubicado al interior de Puerto Maderos con las esperanzas de completar sus estudios y dedicarse a la mecánica, oficio lejano a cualquier otro que pudiese poner en práctica en el su lejano pueblo y que lo mantendría intencionalmente alejado de sus orígenes. Escapaba de este modo del tradicional legado ancestral que le hubiesen permitido trabajar la tierra, pastorear animales y trabajar el molino al igual que su padre, su abuelo y quizá cuantas generaciones hacia atrás. Sus anhelos eran completamente diferentes: vivir en la ciudad, estudiar, quien sabe si poder ir a la universidad, ser un profesional destacado, ganar mucho dinero, casarse con una hermosa mujer y tener uno o dos hijos en la “civilización”, como acostumbraba decir. Nada fuera de lo común.

Quizá su deseo haya tenido que ver también con perder su identidad social y adquirir una nueva en la ciudad. Estaba harto del estigma que llevaba por ser el hijo del viejo casi ermitaño que guardaba las llaves de la iglesia en cuya parte trasera del altar se podía ver un extraño cráneo de quién sabe cuantos años y de cómo llegó hasta ahí, o del viejo que bailaba en las fiestas religiosas con una terrorífica máscara roja y largos cabellos blancos, o de ser el hijo del brujo que vivía más allá del pueblo. A nadie le importaba aquello, sólo a él. No estaba dispuesto tal vez a heredar aquellos extraños ritos para ganarse el respeto (y el temor según muchos) de los habitantes de tan distante pueblo, donde ni siquiera el tren pasaba cerca y donde había que recorrer grandes distancias valle abajo para ir al colegio o adquirir los alimentos que no se podían cultivar en las interminables terrazas de piedras construidos en las colinas de la forma más sorprendentes e inimaginable.

Con sus ideales propios de familia Márgara consideró una buena noticia y la posibilidad de que su matrimonio se consolidara el contarle a Martín que se encontraba esperando su primer hijo. Su inocencia le mintió al hacerle creer que Martín se sentiría orgulloso del primogénito, y este, viéndose acorralado, reaccionó de la peor manera posible golpeándola hasta dejarla semi inconsciente. Su incomprensible reacción lo llevaba a ser aún más violento y no había nada ni nadie que se interpusiera en su lugar. Terminaba ahogando su arrepentimiento momentáneo en las mesas de alguna cantina cercana, rodeado de los amigos de siempre, los que nunca se atrevieron a contradecirlo. Márgara estaba por cumplir los dos meses de embarazo.

Lejos de decidir escapar del lado de un hombre que en cualquier momento podía acabar con su vida, Márgara prefirió seguir a su lado. No tuvo a quien recurrir. Quizá pensó que la vida matrimonial debía ser necesariamente así, basada en la resignación y no en el amor. Sin duda que nunca logró entenderlo.

Una tarde Martín llegó temprano de su trabajo de mecánico en el ferrocarril de Puerto Maderos y pidió a Márgara que se arreglara para una visita al doctor. Márgara pensó ingenuamente que le ayudaría a curar las heridas provocadas por las puñaladas en su rostro. Se puso una cubierta de lana en su cabeza que ella misma había tejido pensando en su hijo y los únicos zapatos que tenía para salir. Su ropa no fue cambiada. Caminaba siempre detrás de su esposo a trancos cortos y rápidos, como intentando alcanzarlo. Esta vez cojeaba.

La consulta no era una consulta. Era una casa entre tantas otras con largos y fétidos pasillos interiores. Parecía que todos sabían lo que vendría. Acostada en una silla especial sin entender aún lo que sucedía, confiando ciegamente en su esposo, su gran y único amor, fue interrogada por un señor de delantal blanco y de rostro cubierto. 

En su vientre se sentía un corazón latir a mil por hora, desesperación que era opacada por los mismos latidos acelerados de Márgara. La muerte estaba esperando a pocos pasos fuera de ese oscuro lugar, allí, donde se suponía había luz. Escuchaba a Márgara llorar. Era un sonido habitual. Nunca escuchó risas ni un corazón latiendo de alegría. Solo latía de miedo y de pena.  

Márgara pudo por fin comprender en sentido de su visita a ese lugar. Por amor pudo haber hecho todo, cualquier cosa, pero dentro de ella se encontraba el fruto de su amor por Martín, algo sagrado para ella. Aún así hubo instantes de duda, pero el amor por su hijo pudieron más. Lloraba casi en silencio, como una niña, mirando a los ojos de su esposo, como esperando una respuesta, una explicación de lo que estaba sucediendo. El no tuvo más que agachar la mirada. Márgara se puso de pie, se acomodó el viejo chal sobre su largo cabello y salió del lugar. Había estado a punto de cometer un acto que quién sabe si hubiese salvado su matrimonio, si hubiese permitido un futuro más promisorio… no tuvo tiempo de cuestionárselo

Sin saberlo, Antonio había dado la peor lucha de su vida al enfrentarse a uno de los rostros más horrorosos de la muerte, uno silencioso y desgarrador.

(nota del autor: Si hubiese conocido la verdad antes, no hubiese gastado mi vida odiandote. Te quiero con toda mi alma).