martes, 25 de agosto de 2009

15 - Se me borró el presente


Esta noche, en tan solo un instante se me borró el presente y el pasado me inundó con recuerdos hostiles...

Y descubrí que no he abandonado la oscuridad. Y muy por el contrario, voy de regreso a las tinieblas.

La luz no fue suficiente...

Emprendo un nuevo viaje de retorno lejos del sol, convencido que el camino es otro, completamente distinto a las promesas que en aquel viejo libro leí... Si... llegué en un tiempo equivocado... Vi lo que no debí haber visto. Escuché lo que no debí haber escuchado

No quiero volver a ver la primavera...

domingo, 16 de agosto de 2009

14 - Déjame caer


Déjame caer esta noche, estoy cayendo hacia lo profundo. Estoy cansado, ahora debo dormir. Por lo tanto cerraré mis ojos y me dejaré ir. Saltaré esta noche, igual que el viento. Dejo mi cuerpo desdoblarse...
Así que déjame caer, Dios, déjame caer esta noche, pues mi corazón es débil. Hay mucho que dar y mucho que buscar... caeré en un mar de descanso, este mar de sueños, de manera real y profunda.
Dejo mi espíritu, dejo mis palabras... 
Así que déjame caer (...), déjame caer esta noche, me estoy dejando llevar. Deja que las obras comiencen la vida, obras de caos, obras de gracia... Creación, Señor, en tu propio tiempo. Palabra a la carne, carne a la palabra...
Señor... 
(Lay Me Down Tonight - Morten Harket - Editado)

martes, 21 de julio de 2009

13 - John


El despertador suena implacable a las 6:30 de la mañana. John sabe inmediatemente que un agitado día le espera. Es la rutina diaria que debe soportar por un salario mínimo. 

Observa de pié y apoyado en el borde de la ventana de su pequeño departamento envuelto solo en una toalla mientras se toma un cafe y fuma un cigarrillo... Y piensa. Las calles lucen vacías, iluminadas y mojadas... pero sobretodo vacías. Una gota que cae desde su cabello aún húmedo hasta su taza lo hace volver a la realidad. Inclina su brazo para mirar la hora y comprende que no queda mucho tiempo.

Una taza de café a medio llenar, una toalla en el suelo y John caminando desnudo hacia su cuarto por un pasillo en penumbras. Ya comienza a mostrarse el sol.

El metro es puntual. Los cientos de rostros que ve cada día igual. La rutina también lo es. Nada fuera de lugar. Siempre lo mismo y nada diferente a ayer. John quiere cambiar. 

Tiene todo lo que físicamente cualquiera quisiera. Es un ejecutivo como otros y objeto de reiteradas miradas de las más hermosas mujeres, y de deseo de otras. 

Por fin son las seis de la tarde. John prepara su salida. Mañana será un nuevo día y la noche recién comienza. Nuevamente el metro y nuevamente los rostros de siempre. Nuevamente un cigarrillo en la ventana y el cafe tras una ducha. Su nueva jornada le espera, esta vez entre penumbras.

La noche transformó a John. Su deseo de ser alguien le hizo tomar una dirección equivocada. Un perfume distinto, una actitud distinta. Una llamada a su teléfono es la señal.
En una oscura calle un nuevo cliente lo espera cada noche. John está solo... ni siquiera es dueño de su nombre. 

¿Y después? Después el despertador sonará implacable a las 6:30 de la mañana, y John sabrá inmediatamente que otro agitado día le espera...


viernes, 12 de junio de 2009

12 - Hoy amanecí muerto.


Finalmente y tras una larga agonía sicológica, peor que la física, amanecí muerto. No puedo decir que desperté así. Sencillamente no desperté. Y contrariamente a lo que pude haber pensado antes, no me siento triste, ni siento miedo, ni ansiedad… Creo no sentir nada. Probablemente me encuentre en un estado de transición todavía.

Me lo habían advertido. Unas cuantas dosis de esas pastillas me llevarían directo a la muerte. No se si realmente buscaba llegar hasta aquí. Creo que no lo recuerdo bien, sin embargo me parece que tardó bastante en llegar.

Un coma me tuvo por demasiado tiempo expectante. Quien sabe de cuantas cosas me habré perdido. Comienzo a recordar. No estaba solo en esta vida… Pero quienes me acompañaban… no lo se.

No se hasta cuando podré transitar por estos fríos y limpios pasillos. Debe ser un hospital. Me parece todo muy familiar.

A lo lejos veo a otras personas. Deben estar muertas también. Se ven serenos y caminan como en el espacio, sin gravedad, como cuando me permitía salir de mi cuerpo en mi juventud. Mis sentidos están demasiado potenciados y no estoy acostumbrado a ello. Ahora estoy consciente de lo que hago, puedo dirigirme a cualquier lugar en un instante… pero no se hacia donde ir. He ingresado a una habitación que parece ser la mía.

Ahí estoy en una cama. Ya me han sacado las sondas y una serie de equipos que monitoreaban mis signos vitales. Me acerco y con dificultad ante mis nuevas facultades puedo verme cara a cara. Conservo la misma barba, bastante canosa, al igual que mi pelo. Alguien ha tenido la paciencia de mantenerme así pues se ve bastante cuidada. Mi cabellera me hace pensar que en realidad han pasado más años de los que creo.

Me he quedado detenido observándome por un buen rato hasta que alguien ha venido a retirarme. Ahora me llevan a otra parte, probablemente para que retiren mi cuerpo y me den sepultura. Pero quienes…

En un abrir y cerrar de ojos me encontré en el mismo cementerio que siendo muy joven frecuentaba. Allí, cerca del mismo árbol de tronco torcido que dio sombra a uno de mis más tristes recuerdos en vida, me detuve. El tiempo no se puede dimensionar aquí. No se cuanto tiempo pasó ni cuantos recuerdos logré reunir hasta que un hombre de mirada serena y cálida que se encontraba de pronto a mi lado tocó mi hombro y me dijo “queda poco tiempo… te estamos esperando, papá”.

Papá. Había sido papá. Habían transcurrido 40 años. No había cruz ni tumba que me indicara algo. Sólo el gran y viejo árbol. “Espera”, le dije intentando tocarlo, pero él me miró y su figura se desvaneció lentamente. Estaba realmente confundido. Debe haber sido realmente triste haber tenido un hijo que ahora estaba muerto igual que yo. Y probablemente tuve otros hijos, y quizá una esposa. Habré tenido amigos también, y donde se encontrarán todos ahora. Aquel personaje no dio más señales y sólo desapareció con la advertencia de que quedaba poco tiempo.

De vuelta en el hospital he visto mucha gente llorando. Me imagino que no es por mí. En realidad eso es lo que espero.

Una mujer de baja estatura, de pelo cano y largo, me llama la atención. Es la única autorizada para ingresar a un largo pasillo que da a una sala más bien descuidada. Cojea al caminar y es apoyada por un bastón. Adentro es recibida por un hombre de delantal blanco. El la abraza y ella llora. Una lágrima corre por la mejilla del joven médico que mira hacia el infinito para finalmente cerrar sus ojos.

Pienso en cuantas cosas me habré perdido en este sueño en vida. Cuantas veces habrá querido resucitar mi alma. En cuantas veces habré pedido perdón. ¿Y si tal vez pudiera escoger cómo renacer y comenzar todo nuevamente? ¿Tendría el perdón que necesitaba? ¿Llegaría siquiera a necesitarlo?

La mujer me viste con mucho cuidado. Acaricia lentamente mi cabello y mi barba. Pasa sus dedos suavemente por mi rostro, toca mis ojos, mis labios... Aquellas caricias creo recordarlas. Yo la amaba, pienso luego como impulsado por algo. Un beso en mis fríos e inmóviles labios lo confirma. Dos se sus lágrimas caen sobre mis ojos y su pelo rosa mi rostro. Queda observándome y acariciándome durante mucho rato, pensativa. Cuánta falta le habré hecho… Debería sentir culpa, pienso.

Tocan la puerta y asoma su cabeza el mismo medico que antes había abrazado a la que ahora sabía era mi esposa: “Mamá, Llegó mi hermana”, dice. Me acerco a observarlo y por vez primera desde que morí intento hablar. “Hijo”, intento decir con mucho esfuerzo. Yo me escuché, pero nadie más al parecer. Era extraño escuchar mis pensamientos, o es que tal vez tampoco escuchaba…

En la entrada de aquel pasillo se encuentran con una mujer joven. Yo los sigo. Se abrazan. Lloran. Me doy cuenta ahora de que tenía una familia… una hermosa familia. Una pequeñita se encuentra a su lado. “Venga mi Ratoncita” le dice su madre… Siento ganas de llorar y de no querer irme.

Dios mío, me digo. Siento una necesidad enorme de despertar. Comienzo a recordarlo todo. Afuera había más gente. No vendrán por mi, me sigo cuestionando como tratando de convencerme de que es suficiente por ahora. Hay tres mujeres mayores que se acercan a mi esposa. “Sabemos que se encontrará con quienes más lo quisieron”…

“Señora, los trámites para la cremación están listos”, dijo una voz que interrumpió la reunión. Mi esposa sólo movió la cabeza afirmativamente con los ojos cerrados.

No estuve en mi velatorio. No se cuando fue ni dónde. Ni siquiera se si lo hicieron. No se quién acompañó mis restos ni quién lloro ni quien celebró. No se cómo llegué a este lugar en el que me encuentro. Hay muchos como yo en una especie de estación de trenes. A lo lejos puedo ver el último tren que salió y se supone que esperamos el siguiente.

No tengo hambre ni frío. No tengo mas dudas ni siento pena. Y debería tenerla. No puedo describir los sentimientos terrenales porque estoy muerto. Ni menos puedo describir lo que se siente en este lugar porque… no se siente.

Estar muerto es más que ser un cadáver. En realidad es mejor que estar vivo.

No puedo ver a mi hijo ni a mis padres ni a nadie. Ellos deben estar en otro lugar, algunas estaciones más allá. Se que llegaré a verlos. Mi hijo me lo dijo en el cementerio junto al árbol de tronco torcido. Tengo muchas cosas que contarle. Y muchas cosas que preguntarle.

lunes, 26 de enero de 2009

11 - A la luz de la vida espera la muerte.


Repentinamente recordó haber escuchado hace muchos años y por primera vez las voces de sus padres. No había vuelto a escuchar a su padre desde que este se fue tras un portazo para no volver, tal vez cuando tenía cinco o seis años. A su madre, después de algunos años después, cuando él mismo ya había dejado de ser un niño y se marchó de su lado.

Estaba muy oscuro. Su madre lloraba. Había llegado desde una ciudad lejana tras los pasos de su primer y único amor, profundamente ilusionada… y lamentablemente utilizada por él. 

Su unión fue motivo de desencanto de muchas, para que una antigua enamorada de aquel señor llegara a enfermar y morir producto de la locura desatada por un amor imposible; y para que mucha gente llegara a culparla y odiarla por aquello y por ser quien finalmente estuviera a su lado. Algo había de extraño y poderoso que hacía de su padre un hombre deseado entre las jóvenes del lugar, algo que la inocencia de Márgara no lograba siquiera percibir.

Ella era una mujer hermosa, de cabello muy largo, tez clara y finas facciones. Destacaba su figura entre las mujeres del pueblo, mayoritariamente morenas y de rasgos indígenas. No era una ventaja, sino más bien todo lo contrario. Su escasa personalidad campesina la transformó en un objeto prácticamente en desuso, odiado y solitario.

Conoció a Martín mientras trabajaba como empleada para una familia de diplomáticos, quienes la llevaron consigo cuando fueron trasladados desde Puerto Viejo hacia Puerto Maderos, una distante ciudad del norte. Fue durante uno de sus primeros descansos dominicales, cuando caminando llegó hasta una cancha donde improvisaban un partido de fútbol entusiastas jóvenes de otros barrios. Allí se encontraba Martín, un hombre que a primera vista parecía encantador y muy caballero. De tez morena, contextura atlética y ojos de una profunda mirada, este joven estudiante de mecánica fue cautivado por la llegada de aquel nuevo rostro. Como era su costumbre y su fama, no pasó mucho tiempo para que intentara conquistarla. Márgara, siendo aún una muchacha muy joven e inexperta se dejó llevar por aquellos nuevos sentimientos y extrañas sensaciones. Nunca hubiese imaginado que su vida daría un vuelco tan grande, el que ni siquiera ella misma alcanzo a dimensionar aún después de muchos años pues hasta sus últimos días vivió con la esperanza de que aquel hombre, su primer amor, volviera a su puerta declarándose eternamente enamorado. Aquello no sucedió jamás. Todos lo supieron desde el comienzo, menos ella.

Márgara murió cuando aún no cumplía los cincuenta años producto de un desgaste mental que le hizo perder la memoria, la conciencia y la cordura, pero no la ilusión que le mantenía viva, la esperanza de que Martín volviera a su vida con el cielo y las estrellas en sus manos para ella. Olvidó su entorno, a sus hijos, hasta su nombre, pero no a Martín.

Siendo una muchacha aún muy joven sufrió constantemente los abusos de su esposo y la hostilidad de un pueblo desconocido y lejano. No podía escapar, no podría volver a su hogar, menos con un hijo en su vientre, su propia madre no lo aceptaría jamás. Angela había sido clara cuando Márgara abandonó su hogar tras su enamorado, como si hubiese sabido anticipadamente el destino que tendría no solo ella, sino también el hijo que secretamente esperaba por nacer.

Márgara lloraba en silencio cada noche. No se daba cuenta si por arrepentimiento, si por miedo o por una mezcla de estos sentimientos junto a muchos otros. No lo podía hacer frente a su esposo, pues despertaba la ira que constantemente este descargaba en ella. Si esto sucedía, a aquellos sentimientos de culpa y miedo se sumaba el dolor físico y sicológico. La familia de Martín solo se limitaba a callar y soportar los arrebatos del joven. Todos, excepto una hermana menor, evitaban intercambiar palabras con Márgara para evitar cualquier tipo de conflictos, los que a la larga ocasionaban que ella siempre terminara pagando las consecuencias con, al menos, una bofetada.  

Márgara creía fuertemente en el poder de la familia. Había vivido toda su niñez y adolescencia en el campo. Tenía diez hermanos, algunos menores y otros mayores que ella, los que junto a sus esforzados padres se dedicaban a la agricultura, al pastoreo y la apicultura. Había que hacer lo necesario para dar las comodidades necesarias a una familia tan numerosa. No había terminado la secundaria cuando tuvo que abandonar el colegio para ayudar económicamente a sus padres cuando estos decidieron mudarse a Puerto Viejo, y de este modo privilegiar la educación de sus hermanos menores. 

Por su parte Martín era también parte de una numerosa familia campesina. De padres muy estrictos Martín vio y vivió los extraños castigos y la particular forma de sus padres de inculcarle altos valores. Teodoro, su padre, sabia que la agricultura no era precisamente un buen legado para sus hijos y junto a su esposa (nadie nunca supo si realmente fueron casados) se encargaron de trabajar muy duro para que sus hijos tuvieran educación. Su ideal sin embargo era que sus hijos conservaran las tradiciones como uno de los mayores legados a cuidar.

Siendo aún joven, Martín llegó a la ciudad desde un lejano pueblo ubicado al interior de Puerto Maderos con las esperanzas de completar sus estudios y dedicarse a la mecánica, oficio lejano a cualquier otro que pudiese poner en práctica en el su lejano pueblo y que lo mantendría intencionalmente alejado de sus orígenes. Escapaba de este modo del tradicional legado ancestral que le hubiesen permitido trabajar la tierra, pastorear animales y trabajar el molino al igual que su padre, su abuelo y quizá cuantas generaciones hacia atrás. Sus anhelos eran completamente diferentes: vivir en la ciudad, estudiar, quien sabe si poder ir a la universidad, ser un profesional destacado, ganar mucho dinero, casarse con una hermosa mujer y tener uno o dos hijos en la “civilización”, como acostumbraba decir. Nada fuera de lo común.

Quizá su deseo haya tenido que ver también con perder su identidad social y adquirir una nueva en la ciudad. Estaba harto del estigma que llevaba por ser el hijo del viejo casi ermitaño que guardaba las llaves de la iglesia en cuya parte trasera del altar se podía ver un extraño cráneo de quién sabe cuantos años y de cómo llegó hasta ahí, o del viejo que bailaba en las fiestas religiosas con una terrorífica máscara roja y largos cabellos blancos, o de ser el hijo del brujo que vivía más allá del pueblo. A nadie le importaba aquello, sólo a él. No estaba dispuesto tal vez a heredar aquellos extraños ritos para ganarse el respeto (y el temor según muchos) de los habitantes de tan distante pueblo, donde ni siquiera el tren pasaba cerca y donde había que recorrer grandes distancias valle abajo para ir al colegio o adquirir los alimentos que no se podían cultivar en las interminables terrazas de piedras construidos en las colinas de la forma más sorprendentes e inimaginable.

Con sus ideales propios de familia Márgara consideró una buena noticia y la posibilidad de que su matrimonio se consolidara el contarle a Martín que se encontraba esperando su primer hijo. Su inocencia le mintió al hacerle creer que Martín se sentiría orgulloso del primogénito, y este, viéndose acorralado, reaccionó de la peor manera posible golpeándola hasta dejarla semi inconsciente. Su incomprensible reacción lo llevaba a ser aún más violento y no había nada ni nadie que se interpusiera en su lugar. Terminaba ahogando su arrepentimiento momentáneo en las mesas de alguna cantina cercana, rodeado de los amigos de siempre, los que nunca se atrevieron a contradecirlo. Márgara estaba por cumplir los dos meses de embarazo.

Lejos de decidir escapar del lado de un hombre que en cualquier momento podía acabar con su vida, Márgara prefirió seguir a su lado. No tuvo a quien recurrir. Quizá pensó que la vida matrimonial debía ser necesariamente así, basada en la resignación y no en el amor. Sin duda que nunca logró entenderlo.

Una tarde Martín llegó temprano de su trabajo de mecánico en el ferrocarril de Puerto Maderos y pidió a Márgara que se arreglara para una visita al doctor. Márgara pensó ingenuamente que le ayudaría a curar las heridas provocadas por las puñaladas en su rostro. Se puso una cubierta de lana en su cabeza que ella misma había tejido pensando en su hijo y los únicos zapatos que tenía para salir. Su ropa no fue cambiada. Caminaba siempre detrás de su esposo a trancos cortos y rápidos, como intentando alcanzarlo. Esta vez cojeaba.

La consulta no era una consulta. Era una casa entre tantas otras con largos y fétidos pasillos interiores. Parecía que todos sabían lo que vendría. Acostada en una silla especial sin entender aún lo que sucedía, confiando ciegamente en su esposo, su gran y único amor, fue interrogada por un señor de delantal blanco y de rostro cubierto. 

En su vientre se sentía un corazón latir a mil por hora, desesperación que era opacada por los mismos latidos acelerados de Márgara. La muerte estaba esperando a pocos pasos fuera de ese oscuro lugar, allí, donde se suponía había luz. Escuchaba a Márgara llorar. Era un sonido habitual. Nunca escuchó risas ni un corazón latiendo de alegría. Solo latía de miedo y de pena.  

Márgara pudo por fin comprender en sentido de su visita a ese lugar. Por amor pudo haber hecho todo, cualquier cosa, pero dentro de ella se encontraba el fruto de su amor por Martín, algo sagrado para ella. Aún así hubo instantes de duda, pero el amor por su hijo pudieron más. Lloraba casi en silencio, como una niña, mirando a los ojos de su esposo, como esperando una respuesta, una explicación de lo que estaba sucediendo. El no tuvo más que agachar la mirada. Márgara se puso de pie, se acomodó el viejo chal sobre su largo cabello y salió del lugar. Había estado a punto de cometer un acto que quién sabe si hubiese salvado su matrimonio, si hubiese permitido un futuro más promisorio… no tuvo tiempo de cuestionárselo

Sin saberlo, Antonio había dado la peor lucha de su vida al enfrentarse a uno de los rostros más horrorosos de la muerte, uno silencioso y desgarrador.

(nota del autor: Si hubiese conocido la verdad antes, no hubiese gastado mi vida odiandote. Te quiero con toda mi alma).